Era un invierno frío, de esos que congela los dedos y te deja
inmóvil observando la escarcha en el agua, en aquel lugar vivía una familia
humilde con sus pequeños hijos, su casa era de ambientes estrechos compuesta
por dos habitaciones, un baño y una cocina comedor en la que había un hogar, y
cada noche se reunían alrededor para atenuar el frío y entablar largas
conversaciones sobre cómo enfrentar la crisis económica que estaban sufriendo.
Llegaba el invierno y eran pollitos amontonados al lado del hogar, sus huesos sentían
el frío y sus estómagos pasaban días estando vacíos.
La crisis los obligaba a tomar una decisión, los niños no
podían seguir asistiendo a la escuela y al igual que las golondrinas ellos
debían emigrar, aún eran pequeños, de test pálida, ojos prominentes que
escondían lagrimas de tristeza y una contextura física delgada y débil, pero
aún así en la ciudad se los esperaba para trabajar.
Acompañados por su padre y con un beso de su madre partieron
a la ciudad con la esperanza de lograr una mejor calidad de vida y poder
regresar, algún día, a su nido familiar.
Al llegar, su padre los dejó con un señor que prometía
brindarles bienestar, un lugar para dormir, comida y todo lo que necesitaran a
cambio de algunos trabajitos. Pero claro, nadie preguntó a qué tipos de
trabajos se refería. La mañana siguiente, los niños despertaron y fueron
llevados a un lugar donde comenzaría su jornada laboral. Allí los recibieron y
le asignaron a cada uno un trabajo, increíblemente, esos cuerpo diminutos y
débiles debían esforzarse para cargar grandes y pesadas bolsas llenas de cereal
sobre sus espaldas, trabajar en construcciones, cavar pozos y hacer todo lo que
a los señores de traje y corbata se les ocurriera.
Al caer el sol todos abandonaban sus puestos de trabajo y
ellos al igual que hormiguitas debían permanecer allí un rato más. Ya entrada
la noche los autorizaban a retirarse pero aún trabajando de esa manera el plato
de comida que les habían prometido estaba ausente día tras día.
Los días eran fríos como aquel invierno en su pueblo y aunque
se aproximaba la primavera en sus miserables vidas no existían ni flores, ni
colores. Lejos de su familia, explotados laboralmente y sin la posibilidad de
escapar de la cruda realidad que les tocaba y que estaba muy aislada de lo que ellos
soñaban. Sus ilusiones se desplomaban como las hojas en otoño, el alma se les
estremecía y el corazón mantenía su dureza para no quebrar.
Eran niños que tuvieron que hacerse grandes, se separaron de
su familia en busca de un bienestar que nunca lograron. Es una dura realidad
que nos rodea, no todos la ven pero existe; gente con poder que abusa de los
inocentes, los más débiles que terminan convirtiéndose en la presa fácil de
aquellos que se creen rey de la selva.
Estilo texto de origen:
Ángeles de una noche – Elena Poniatowska